Hace apenas unos meses salió un nuevo libro del científico social francés e investigador del CNRS, Guillaume Blanc (Proteger et destruire la nature sous les tropiques, XX-XXI siécles, Paris: Flammarion, 2022), quien se ha dedicado al estudio de las políticas “ecologistas” imperiales, que convirtió en colonias a grandes territorios de África y Asia. El tema lo había abordado en un libro anterior (L´invention du colonialism vert. París: Flammarion, 2020). En ambas publicaciones, Blanc discute cómo se ha desarrollado una “ecología colonialista” a costa de los africanos. En Proteger et destruire revisa la historia global de la conservación de la naturaleza, para mostrar en un escenario concreto, cómo las políticas aplicadas por los gobiernos colonialistas en sus colonias, y aún después de la descolonización, obedece a una continua “profesionalización de la naturaleza”, a cargo de “expertos” que actúan en acuerdo con los gobiernos de las colonias para explotar la naturaleza, en beneficio económico de las élites internacionales y locales, y en detrimento de los ocupantes de esos espacios. Con ese fin crearon el mito de que la protección de los bosques se hacía para salvaguardarlos de la destrucción que cometían sus propios ocupantes. A lo largo del tiempo, durante el período colonial y después de ella, se siguió haciendo lo mismo. En la Conferencia de Arusha, en Tailandia, en 1961, se creó el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) para financiar a los “expertos” que asesorarían a los gobiernos africanos en la aplicación de las políticas de salvaguarda de la naturaleza. Blanc muestra que nada ha cambiado, y que ha habido en el período postcolonial una continuidad de las políticas de los tiempos de la colonización, siempre a costa de los intereses de las comunidades locales. Los “expertos” de ahora son los mismos de antes y su discurso se ha ajustado al cambio de los intereses de la elite. Entre 1900 y 1930 se creaban reservas de caza para los turistas, mientras se sancionaba y expropiaba a los transgresores locales que tenían prácticas ilegales. De 1930 a 1980 se crearon parques nacionales, y a partir de 1980, se promovió la conservación en algunas áreas ricas en biodiversidad para atender a los turistas. Es decir, se financiaron áreas protegidas con fines turísticos, y a costa del bienestar de ls comunidades locales, a las que se desplazaba o se les restringía sus derechos de ocupantes del espacio en el que vivían. Siempre justificándose con el mito de que si a esas poblaciones se les dejaba actuar libremente, terminarían destruyendo su propio hábitat. Esas políticas son dictadas por “expertos”, pertenecientes a organismos internacionales como la UNESCO o de la UICN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza), que no hablan la lengua de las poblaciones locales y desconocen con profundidad las áreas en que operan.
Las políticas denunciadas por Blanc, aplican acciones de protección de la naturaleza, sacrificando las comunidades del interior, es decir las locales, en provecho de las comunidades del exterior. Y se produce una disociación entre aquellos que dicen proteger a la naturaleza, sin conocerla y sin vivir en ella, y aquellos acusados de destruirla, pero que la habitan y que comprenden que es necesario protegerla para garantizar su propia supervivencia.
Algo parecido ocurre en la Amazonía. Pero con varios agravantes. Amazonía es una vasta cuenca, con casi 7 millones de km2, que se ha convertido en una polo de atracción de colonizadores que practican actividades económicas de extractivismo (caucho, madera, minería, petróleo, agricultura, ganadería, pesca, y que se ha venido convirtiendo, de más en más, en área de cultivos ilícitos, valiéndose de su condición geográfica transfronteriza). La salvaguardia de esa inmensa cuenca depende de las decisiones de ocho gobiernos que carecen de políticas de respeto medioambiental, y ponen en peligro la integridad de la cuenca, sin preocuparse mucho en la enorme importancia que tiene la Amazonía, sus bosques y sus ríos, para el clima a nivel regional, e incluso mundial. La mayoría de los gobiernos con territorios amazónicos son gobiernos populistas y cortoplacistas, que buscan, para cumplir sus promesas electorales, abrir ese inmenso espacio “vacío” a la colonización y a la explotación de sus recursos naturales en provecho de los intereses de un capitalismo multinacional voraz, que lo ocupa y deforesta para sembrar soja o producir carne vacuna en las grandes explotaciones ganaderas, utilizando la mano de obra de sus poblaciones empobrecidas. La suerte de lo que ocurre en la Amazonía depende, en gran medida, de las decisiones que tomen cuatro gobiernos (Brasil, Perú, Colombia y Bolivia), que son responsables de más del 90 % del territorio amazónico. De ellos, el más importante en extensión es Brasil, que ocupa más del 60 % del total de la cuenca.
De lo que ocurra en Brasil y sus políticas gubernamentales depende el presente y el futuro de la cuenca, que es considerada el primer pulmón del planeta, junto con la cuenca del río Congo, en África, con más de 3.700.000 km2, que es vista como el segundo pulmón en importancia, ambas situadas en el trópico, cerca de la línea ecuatorial, y desembocando en el océano Atlántico. Su importancia como reservorio de CO2 y fuente de agua dulce continental es crucial para el clima del mundo, y el equilibrio ambiental, ecológica y cultural, por su rica diversidad biológica y cultural de los grupos que la habitan. Ambas cuencas son muy importantes para el planeta.
En la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de Brasil, que se produjo el domingo 30 de octubre, en la que se enfrentaron Jair Bolsonaro, actual gobernante, y Luiz Inacio Lula da Silva. Se enfrentaban dos concepciones de política: la extrema derecha al frente de un gobierno populista autoritario, de origen democrático, representado por Bolsonaro, un militar conservador, apoyado por la élite económica y el poderoso grupo de la iglesia evangélica, la Iglesia Universal del Reino de Dios, y Lula, un experimentado político sindicalista socialista, que preside el Partido de los Trabajadores y que había sido dos veces presidente de la república, entre 2003 y 2011. A uno, a Bolsonaro, lo llamaban el “mito”, que simpatizaba con los autoritarios Donald Trump, el húngaro Viktor Orban y Vladimir Putin. Al otro, lo llamaban el Fénix de Brasil, pues resurgía de las cenizas: tratado como un corrupto, por su implicación en los negocios de Odebrecht, una gran empresa brasileña, creada en 1944 en Bahía, que se convirtió en la mayor empresa de sobornos para la construcción de obras públicas en América Latina, que corrompió a varios presidentes. Acusado en la llamada Operación Lava Jato, y luego exonerado de todos los cargos en contra, Lula pasó 580 días en prisión. De allí salió en noviembre de 2019 para iniciar su vuelta a la presidencia. Y lo logró, con el 50,9 % de votos de los más de 156 millones de votantes. Su conquista de la presidencia, que no del “poder”, la obtuvo con una coalición variopinta de nueve partidos políticos que van desde la derecha moderada, la izquierda y hasta de elementos conservadores, que se le habían antes opuesto, como su rival, y ahora vicepresidente Geraldo Alckmin. Los resultados de esa elección presidencial eran cruciales para el futuro de Brasil, y también para América del Sur, por la gran influencia brasileña. Brasil es el país más extenso, populoso e industrializado de América Latina, y, además, es el mayor país amazónico.
En la elección se enfrentaron dos concepciones de política, y sus modelos operacionales, pero también se enfrentaron dos concepciones de desarrollo económico y social relacionado con la Amazonía.
El triunfo de Lula fue posible gracias al apoyo del Nordeste de Brasil, muy poblado, pero caracterizado por una extendida pobreza y grandes desigualdades sociales y económicas. Brasil cuenta con un superficie de 8,5 millones e km2, dividido en 27 estados, que se agrupan en cinco regiones: Sur, Sudeste, Centro-Oeste, Norte y Nordeste. En el Nordeste, donde está el estado de Bahía, con 11,2 millones de habitantes, Lula obtuvo el 72 % de su votación. En todo el Nordeste, región de pobres, negros, mestizos y católico, Lula se impuso con el 69,32 % de los sufragios, contra el 30,68 % para Bolsonaro, que triunfó ampliamente en el Sudeste y en el Sur del país. No obstante, el triunfo de Lula se produce en un país dividido por la violencia, la ultra polarización política y atravesando una incierta situación económica.
Los ambientalistas se quejaban continuamente de la política laxa y permisiva de Bolsonaro en la Amazonía, que defendía los intereses del agribusiness, permitiendo la abierta colonización y los crecientes procesos de deforestación, favorables a las actuaciones del capital nacional e internacional, el abandono criminal de las comunidades indígenas amazónicas, y de sus portavoces, y de la salvaguardia de la biodiversidad, el debilitamiento de los organismos públicos creados para la defensa de los intereses indígenas y la obstrucción de la acción de las ONG privadas nacionales e internacionales. Uno de los lemas de campaña de Lula fue, además de lograr la paz y la unificación de un país escindido por la rivalidad política extrema, proponer el rescate y salvaguarda de la maltratada Amazonía brasileña. Ahora, desde la presidencia de Brasil, su influencia, y su experiencia, pueden ser clave, empleando el multilateralismo (BRICS y Mercosur) para lograr adhesiones políticas de otros presidentes de América como Colombia, Perú, Bolivia, Ecuador, Venezuela, Argentina, Chile, México. Su triunfo electoral fue cálidamente recibido por la Unión Europea de los 27, los Estados Unidos y hasta China. Ahora le esperanza de los ambientalistas del mundo están puestas en Lula, para que sea el líder de la vasta e importante cuenca amazónica, tan valiosa, junto con l cuenca del río Congo, para el equilibro ambiental y ecológico del planeta. Eso que el científico Amory Lovins, el Albert Einstein de la eficiencia energética, llama la “esperanza aplicada”, es decir, una estrategia de acción que consiste en hacer cosas para lograr un mundo que realmente valga la pena de ser “esperado”, y no caer en la desesperación, empleando una concepción integral de la política ambientalista, optimizando todo el sistema implicado, y no limitarse a la optimización de cada componente de manera independiente.
En su primer discurso como triunfador en la contienda electoral, Lula prometió luchar contra la creciente pobreza, reposicionar política y económicamente al Brasil en el escenario internacional y restablecer el respeto por el medio ambiente, especialmente en la Amazonía.
El Dr. Rafael Cartay es un economista, historiador y escritor venezolano mejor conocido por su extenso trabajo en gastronomía, y ha recibido el Premio Nacional de Nutrición, el Premio Gourmand World Cookbook, Mejor Diccionario de Cocina y El Gran Tenedor de Oro. Inició sus investigaciones sobre la Amazonía en 2014 y vivió en Iquitos durante 2015, donde escribió La Tabla Amazónica Peruana (2016), el Diccionario de Alimentos y Cocina de la Cuenca Amazónica (2020), y el portal en línea delAmazonas.com, de del cual es cofundador y escritor principal. Los libros de Rafael Cartay se pueden encontrar en Amazon.com
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