El presente relato está basado en testimonios reales de la tradición oral de indígenas bolivianos publicados en 2003, en un artículo científico escrito por el antropólogo argentino Diego Villar, investigador del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas), titulado “Variaciones narrativas en un mito chacobo”. Al final de este artículo, en las referencias, encontrarán un enlace a dicho documento.
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En tiempos ancestrales, en lo profundo de la Amazonía boliviana, existían los Mainá, seres antropomorfos que habitaban debajo de la tierra. Su existencia era un misterio para los Chacobo, quienes los describían como seres extraños, con características humanas pero con costumbres culinarias repugnantes. Los Mainá vivían en un mundo subterráneo donde tenían todo lo necesario: casas, cultivos y ríos. Sin embargo, a pesar de su aparente civilización, eran temidos por su ferocidad y su gusto por la carne humana.
Los Mainá consideraban a los hombres como animales, viéndolos no como iguales, sino como presas. Se decía que los Mainá atacaban a los cazadores cuando trepaban a los árboles para atrapar monos. Permanecían ocultos hasta que uno de los hombres quedaba vulnerable, y entonces emergían, disparando flechas con puntas redondeadas hacia los genitales de los cazadores. La víctima caía muerta, y los Mainá la recogían, llevándola a su guarida subterránea. Allí, en un acto que subrayaba su desprecio por los humanos, gritaban a sus compañeros: «¡He cazado un cerdo!», y procedían a devorarlo.
El ataque al hermano mayor
En un amanecer lleno de niebla, dos hermanos Chacobo salieron a cazar, armados con sus arcos y flechas. Su objetivo era atrapar monos shinê, cuyo movimiento ágil entre los árboles representaba un desafío constante para los cazadores. El menor, aún joven e inexperto, seguía los pasos del mayor, quien era conocido por su destreza y paciencia. Caminaban en silencio, con los sentidos atentos al más leve sonido del bosque.
De repente, el mayor divisó un grupo de monos moviéndose rápidamente entre las ramas. Con un gesto rápido, apuntó con su arco y disparó una flecha certera que alcanzó a uno de ellos. El animal cayó, pero quedó atrapado enredado en las ramas más altas de un árbol gigante. Sin dudarlo, el hermano mayor se colocó el arco sobre el hombro y comenzó a trepar con habilidad, utilizando lianas y ramas como soporte.
Mientras ascendía, el bosque pareció cambiar. El aire se tornó más pesado, y un silencio antinatural envolvió el área, como si la selva misma contuviera la respiración. Desde su posición en el suelo, el hermano menor sintió un escalofrío y una inexplicable sensación de peligro. Miró a su alrededor, pero no vio nada inusual. «¿Será mi imaginación?», pensó, aunque su instinto le decía que algo estaba muy mal.
El hermano mayor, ajeno a la inquietud de su compañero, alcanzó finalmente al mono. Justo cuando extendía la mano para desengancharlo, un extraño susurro emergió desde abajo. El sonido era como el viento, pero con un tono gutural que parecía articular palabras en un idioma desconocido. El cazador mayor miró hacia abajo y lo vio: un Mainá, surgido de entre las sombras, con su cuerpo semioculto tras el tronco del árbol. Sus ojos brillaban con un resplandor sobrenatural, y su piel, endurecida como piedra, reflejaba la luz difusa del sol que apenas atravesaba el dosel del bosque.
El Mainá sostenía una flecha peculiar, con una punta redonda y pulida, diseñada no para perforar, sino para golpear con precisión mortal. Con movimientos sigilosos y calculados, apuntó directamente al cuerpo del cazador que colgaba de las ramas. En un instante, lanzó la flecha. El proyectil, dirigido con una fuerza prodigiosa, alcanzó al cazador en los genitales, el punto más vulnerable. El impacto fue inmediato y devastador; el hermano mayor soltó un grito ahogado mientras su cuerpo perdía toda fuerza. Cayó pesadamente desde las alturas, golpeando ramas en su descenso antes de aterrizar inerte en el suelo.
El hermano menor, horrorizado, quiso reaccionar. Levantó su arco con manos temblorosas y disparó una flecha hacia el Mainá, pero, tal como los ancianos habían advertido, la piel de la criatura era impenetrable. La flecha rebotó sin causarle daño alguno. El Mainá, indiferente al ataque, recogió el cuerpo del cazador caído como si fuera un saco vacío, amarrándolo con una liana. Luego, con movimientos ágiles y casi danzantes, desapareció en la espesura, fundiéndose con el entorno. Para el hermano menor, fue como si el Mainá se desvaneciera en el aire.
El descubrimiento de la guarida de los Mainá
La desaparición del hermano mayor dejó al menor sumido en el desconcierto y la desesperación. Tras ver cómo el cuerpo inerte de su hermano era llevado por una criatura desconocida hacia las profundidades de la selva, su corazón se llenó de temor, pero también de determinación. Siguiendo las huellas apenas visibles en el suelo, el joven cazador se internó aún más en el bosque, cuidando cada paso para no ser descubierto por el Mainá. Aunque los árboles parecían susurrar advertencias en el viento, el joven mantuvo su propósito.
Mientras avanzaba, observó a lo lejos cómo el Mainá, cargando el cuerpo de su hermano sobre los hombros con una fuerza casi sobrenatural, llegaba a un claro. En ese momento, el cazador comprendió algo aterrador: la piel del Mainá brillaba como si estuviera hecha de piedra pulida, una coraza que repelía cualquier ataque. Recordó relatos de los ancianos que decían que las flechas de los Chacobo apenas rebotaban sobre estas criaturas, como si fueran hojas cayendo sobre una roca. Este pensamiento lo llenó de impotencia, pero no retrocedió.
Cuando el Mainá llegó a un punto del claro, comenzó a cavar en el suelo con movimientos rápidos y precisos, utilizando una de sus patas, que tenía la forma y la fuerza de una pezuña de tapir o danta. La tierra se apartaba con facilidad bajo su toque, revelando una puerta oculta cubierta de hojarasca. Antes de entrar, el Mainá dejó escapar un grito profundo y gutural, un sonido que parecía llamar a sus compañeros desde las profundidades. “¡He cazado un cerdo!”, rugió en su lengua desconocida, y con un movimiento ágil, abrió la puerta y desapareció en la oscuridad.
El joven cazador se acercó en silencio, tratando de no alterar ni un solo ruido del bosque. Observó la entrada oculta, rodeada de plantas que parecían crecer de manera antinatural, como si hubieran sido moldeadas por las manos de los Mainá. Mientras se acercaba, sintió que lo vigilaban, aunque no podía ver a nadie. Una sensación gélida recorrió su espalda cuando recordó otro relato de los ancianos: los Mainá tenían el poder de hacerse invisibles, y muchos cazadores habían caído víctimas de emboscadas, sin siquiera ver a sus atacantes.
Al percibir el peligro, el joven retrocedió unos pasos y se escondió tras un arbusto. No había terminado de reponerse cuando sintió un leve crujido a su alrededor. Miró a su alrededor y vio cómo las hojas de los árboles parecían moverse por sí mismas. “No son hojas”, pensó, mientras su corazón se aceleraba. Comprendió que los Mainá podían transformarse en hojas para espiar o atacar sin ser detectados. La presión aumentó. Sabía que no podía quedarse mucho tiempo allí.
En un momento de inspiración, tomó nota mental del lugar y huyó rápidamente hacia la aldea, sorteando ramas y raíces, con el sonido de pasos invisibles siguiéndolo a intervalos. Llegó jadeando a la comunidad y convocó a los ancianos, quienes lo recibieron con atención y preocupación. Entre respiraciones entrecortadas, describió lo que había visto: los poderes de los Mainá, su guarida oculta y la dura piel que los hacía invulnerables. Los ancianos, con semblantes graves, confirmaron lo que temían: esos seres eran los Mainá, los temidos caníbales subterráneos de los que hablaban las leyendas.
Tras escuchar su relato, el consejo de ancianos decidió que no podían dejar impune la desaparición de uno de los suyos ni permitir que los Mainá continuaran cazándolos. Sin embargo, enfrentarse directamente a ellos sería inútil; sus flechas no podían perforar la piel de piedra de los Mainá, y su habilidad para desaparecer o transformarse los hacía prácticamente imposibles de derrotar en un combate convencional. Fue entonces cuando un anciano, el más sabio de la aldea, sugirió una estrategia basada en astucia en lugar de fuerza: usar humo de ají para sofocar a los Mainá en su propio refugio.
Con renovado valor y una estrategia en mente, los Chacobo comenzaron los preparativos para un enfrentamiento que marcaría la historia de su pueblo. Mientras tanto, el joven cazador, aunque aún perturbado por lo que había presenciado, sentía que había cumplido con su deber al descubrir la guarida de los caníbales y advertir a su gente.
El enfrentamiento con los caníbales subterráneos
Los Chacobo se prepararon cuidadosamente para el enfrentamiento, conscientes de que luchar contra los Mainá no sería una tarea sencilla. Los ancianos de la comunidad dieron instrucciones precisas: recolectar grandes cantidades de hojas de ají, un ingrediente cuyo humo picante se consideraba capaz de atravesar incluso las defensas más impenetrables. Durante horas, los hombres y mujeres de la aldea trabajaron juntos, moliendo las hojas y llenando sacos con el polvo rojo que luego sería quemado para producir un humo sofocante.
Al caer la noche, un grupo de guerreros se dirigió al bosque, guiado por el joven cazador que había descubierto la guarida. Su valentía había inspirado al pueblo, y aunque el miedo era palpable en cada rostro, todos sabían que esta era su única oportunidad para eliminar la amenaza que durante tanto tiempo había acechado a su comunidad. La selva, cubierta por la penumbra, parecía más densa y silenciosa que nunca, como si incluso los animales estuvieran al tanto de lo que iba a suceder.
Cuando llegaron al claro donde estaba oculta la entrada a la cueva, los guerreros se dispersaron estratégicamente, rodeando el área. Algunos se colocaron cerca de la puerta oculta, mientras que otros subieron a los árboles para vigilar posibles movimientos de los Mainá. Con movimientos rápidos y coordinados, comenzaron a preparar las fogatas en torno a la entrada. Amontonaron madera seca y hojas de ají, formando pequeños montículos que encendieron al mismo tiempo.
En cuestión de minutos, el humo rojizo comenzó a elevarse en densas columnas, arrastrado por el viento hacia el interior de la guarida. Desde el subsuelo, se escucharon los primeros sonidos de desconcierto: estornudos, toses y gemidos. Los Mainá, sorprendidos por el ataque, intentaron salir, pero el humo ya había inundado los túneles. Algunos lograron emerger, sus siluetas apenas visibles entre las llamas y el humo. Eran figuras imponentes, de piel pétrea y ojos brillantes, que exudaban una mezcla de furia y desesperación.
Los guerreros Chacobo estaban preparados. Usaron lanzas, garrotes y flechas, pero con cada golpe confirmaban lo que ya sabían: la piel de los Mainá era casi impenetrable. Las flechas rebotaban como si golpearan roca, y los garrotes apenas lograban hacerlos tambalear. Sin embargo, los Chacobo no retrocedieron. Rodearon a los que intentaban escapar y, con una combinación de astucia y fuerza, dirigieron más humo hacia ellos, debilitándolos poco a poco. Uno a uno, los Mainá fueron cayendo, sofocados por el humo y los golpes repetidos.
Mientras tanto, en el interior de la cueva, los Mainá que no lograron escapar sucumbieron al humo. El joven cazador fue el primero en entrar, seguido por otros guerreros que portaban antorchas para iluminar el oscuro y estrecho túnel. Lo que encontraron era un mundo que parecía ajeno a la realidad: paredes de roca decoradas con extrañas figuras, vasijas llenas de comida y objetos que nunca habían visto antes. En el centro, una gran cámara donde yacían los cuerpos inertes de los Mainá.
Pero no todos estaban muertos. Bajo una enorme vasija encontraron a dos pequeños Mainá, un niño y una niña, que se habían escondido para evitar el humo. Sus ojos brillaban con miedo, y aunque intentaron morder a sus captores, estaban demasiado débiles para luchar. Los guerreros decidieron llevárselos como prueba de su victoria, pero no sin antes asegurarse de que no fueran un peligro.
El regreso a la aldea fue lento y solemne. Aunque los Chacobo habían vencido, las pérdidas sufridas y el recuerdo de los ataques pesaban en sus corazones. Sin embargo, la comunidad celebró el fin de la amenaza de los Mainá, con cantos y bailes alrededor de las fogatas, agradeciendo a los ancianos por su sabiduría y al joven cazador por su valentía.
La domesticación de los Mainá
Cuando los guerreros regresaron a la aldea con los dos pequeños Mainá, la comunidad se congregó para ver a los seres que habían sido fuente de tanto miedo y sufrimiento. La niña y el niño Mainá eran frágiles, pero sus ojos todavía reflejaban un brillo salvaje, un recordatorio de su naturaleza caníbal y de los horrores que habían traído al pueblo. La discusión sobre qué hacer con ellos no tardó en comenzar.
Algunos ancianos sugirieron que ambos debían ser ejecutados de inmediato, pues conservarlos vivos representaba un riesgo para la comunidad. Otros, más prudentes, propusieron observarlos antes de tomar una decisión definitiva. Fue en este clima de incertidumbre cuando el joven cazador, el mismo que había descubierto la guarida y liderado la estrategia para derrotar a los Mainá, tomó una decisión que dejó a todos sorprendidos.
“Quiero que la niña Mainá viva”, declaró frente a los ancianos y la multitud reunida. “Me haré responsable de ella. Quiero que sea mi esposa”.
Un murmullo de incredulidad recorrió la asamblea. Alguien rompió el silencio, recordándole al joven que esos seres comían carne humana y que habían tratado a los Chacobo como si fueran cerdos, presas de caza. Otro anciano, con tono severo, le recordó que había sido precisamente la familia de esa niña Mainá quien había asesinado a su hermano mayor. “¿Cómo puedes perdonar tal atrocidad?”, preguntaron muchos. “¡Es sangre de caníbales! Nunca podrá vivir como una de nosotros”.
El joven cazador permaneció firme. “Mi hermano murió, sí, pero la venganza ya se ha cobrado. Los Mainá han sido derrotados, y solo ella ha quedado viva. No puedo cargar con más sangre en mis manos. Si nosotros, los Chacobo, somos diferentes de ellos, debemos demostrarlo. Perdonarla y darle una nueva vida será la prueba de nuestra humanidad.”
A pesar de la insistencia de los ancianos y de las advertencias del resto de la comunidad, el joven no cedió. Con voz decidida, prometió que él mismo la protegería, educaría y enseñaría a vivir según las costumbres de los Chacobo. Aunque su postura causó indignación en muchos, su valentía durante el enfrentamiento contra los Mainá le había ganado el respeto de la tribu. Finalmente, los ancianos aceptaron a regañadientes su decisión, pero no sin establecer condiciones: la niña sería vigilada de cerca, y si demostraba algún comportamiento peligroso, se le castigaría sin demora.
Así comenzó la “domesticación” de la niña Mainá. Los primeros días fueron difíciles. La niña se resistía a todo intento de interacción, lanzando mordiscos y golpes a quienes se acercaban demasiado. Fue entonces cuando los Chacobo decidieron quebrar sus pequeños dientes caníbales, una medida dolorosa pero necesaria para evitar que pudiera herir a alguien. Aunque esta acción la debilitó aún más, el joven cazador, ahora convertido en héroe, se encargó de cuidarla, alimentarla y enseñarle las costumbres de la aldea.
La niña Mainá, aunque al principio rechazaba la comida que le ofrecían, comenzó a aceptar carne cocida de mono y cerdo después de semanas de insistencia. Poco a poco, su actitud agresiva se fue suavizando. Era evidente que estaba empezando a adaptarse, aunque los cambios no sucedían de la noche a la mañana. Cada vez que intentaba volver a su naturaleza salvaje, el joven cazador la detenía con firmeza, pero también con paciencia y comprensión.
Mientras tanto, el resto de la tribu observaba con escepticismo y recelo. Muchos murmuraban que el joven estaba cometiendo un grave error, que no se podía confiar en la niña Mainá. Sin embargo, a medida que pasaban los meses, ella comenzó a mostrar signos de aprendizaje y cambio. Fue él quien le enseñó a hablar su lengua, a respetar las normas de la comunidad y a participar en las actividades diarias.
El destino del niño Mainá
Mientras la niña Mainá comenzaba a adaptarse a la vida en la aldea, el niño Mainá mostró un comportamiento completamente opuesto. Desde el primer día, se negó a comer cualquier alimento que no fuera carne humana. A pesar de estar débil tras la batalla, intentaba morder a quienes se acercaban a él, y sus ojos brillaban con una mezcla de rabia y desesperación. Los Chacobo trataron de domarlo con los mismos métodos que usaron con la niña, pero el niño se resistió ferozmente, gritando palabras incomprensibles en su lengua y atacando con una fuerza desproporcionada para su pequeño cuerpo.
Su naturaleza salvaje no se mitigaba con el tiempo, y su hostilidad hacia los humanos era evidente. Llegó un punto en el que intentó escapar, atacando a uno de los niños de la aldea y provocando pánico entre los habitantes. Los ancianos, que ya veían su supervivencia como un error, decidieron que no podían permitir que un ser tan peligroso continuara viviendo entre ellos. Con gran pesar, el joven cazador, quien había defendido la vida de la niña, también aceptó que el niño Mainá representaba un riesgo que no podía ser ignorado.
Una mañana, reunidos en el claro central de la aldea, los hombres llevaron al niño Mainá a las afueras del pueblo y, en un acto de defensa colectiva, lo sacrificaron. Su cuerpo fue devuelto a la tierra, enterrado lejos de la comunidad, como una forma de cerrar el ciclo de violencia que los Mainá habían infligido a los Chacobo. Aunque fue una decisión dolorosa, marcó el final de una amenaza constante, permitiendo que la comunidad pudiera vivir en paz.
Una nueva humanidad
Con el tiempo, la niña Mainá no solo se adaptó, sino que también compartió con los Chacobo conocimientos que había aprendido en su mundo subterráneo. Enseñó a las mujeres a tejer cintas y trenzas, a fabricar cestas y a trabajar la alfarería. Estas habilidades pronto se convirtieron en parte esencial de la cultura Chacobo, y muchos comenzaron a ver a la niña con otros ojos, reconociendo su contribución.
Finalmente, llegó el día en que el joven cazador y la niña Mainá contrajeron matrimonio en una ceremonia sencilla pero profundamente simbólica. Aunque algunos aún tenían reservas, la mayoría de la comunidad asistió al evento, aceptando que la unión representaba algo más grande: el triunfo de la humanidad sobre la barbarie, la capacidad de perdonar y de transformar lo extraño en parte del propio mundo.
Referencias:
Villar, D. (2003). Variaciones narrativas en un mito chacobo (Amazonía Boliviana). Trabalhos de Antropologia e Etnologia, 43(3-4).
Lic. en Comunicación Social mención Comunicación para el Desarrollo Humanístico (Universidad de Los Andes, 2005). Director y guionista de cine y TV. Especialista en Marketing Digital (SEO, SEM, Adwords, Adsense). Gerente General (CEO) en DMT Agency. Es editor fundador del portal delamazonas.com entre otros.