Según las estimaciones de los especialistas en el tema, fue hacia mediados del siglo XIX, cuando tuvo lugar, en la Amazonía, una larga y cruenta guerra entre los Huaorani y los Secoya, de la que no quedó prácticamente ningún registro histórico. Algunos hechos de aquella contienda, de la que muy pocos han oído hablar, sobrevivieron, sin embargo, al paso del tiempo, gracias a la tradición oral de los indígenas secoya.
Los sobrevivientes de aquellas batallas, o escaramuzas, relataron sus anécdotas del traumático conflicto a sus hijos, y así, estos acontecimientos pasaron de generación en generación, preservándose en el tiempo.
La antropóloga argentina María Susana Cipolletti calcula que los eventos que contaremos a continuación se remontan a alrededor de los años 1850, en épocas del bisabuelo de Fernando Payaguaje, quien fue testigo presencial de algunos de estos hechos.
La guerra entre los Huaorani y los Secoya
En la región amazónica nor-occidental, en un territorio que probablemente en aquel entonces pertenecía a la naciente república del Ecuador, recién separada de la Gran Colombia, los Secoya y los Huaorani eran vecinos en un equilibrio frágil.
Entre ambos pueblos habitaba también otro, más pequeño, ya extinto, llamado probablemente, los Tetete. En una aldea de esta última etnia, de raíz lingüística Tucano y, por lo tanto, emparentados con los secoya, vivían cuatro hermanos: dos varones y dos hembras. Los dos hermanos eran poderosos chamanes, y sus dos hermanas menores eran hermosas doncellas, envidiadas y codiciadas por muchos. Los habitantes de esta aldea eran gente de paz, y mantenían buenas relaciones con sus vecinos. Se la llevaban bien tanto con los bravos huaorani, como con los sabios secoya.
En una temporada de sequía, los hermanos chamanes compartieron frutos y carne de cacería con un grupo de huaorani que había cruzado el río en busca de alimento. Su sabiduría les permitía atraer animales de caza bañándose con una hierba mágica, ua’i mañá, cuyo aroma irresistible llamaba a los animales hacia ellos. Lo que obtenían en la cacería lo compartían con sus amigos Huaorani, quienes valoraban profundamente esta relación. Además, los chamanes Tetete les ofrecían hachas, sal y azúcar que traían desde las lejanas tierras de Iquitos.
Los Huaorani, aunque agradecidos, mantenían su peculiar rechazo a la ropa. Decían que al vestirse “la piel se les caía”, y preferían permanecer desnudos, orgullosos de su conexión ancestral con la naturaleza.
Así comenzó una breve alianza entre la pequeña aldea de los Tetete y el pueblo guerrero Huaorani, tradicionalmente poco amistoso o sociable con los extranjeros. Eventualmente, algunos huaorani les devolvieron el favor ayudándoles a construir sus casas u obsequiándoles algunas de sus peculiares lanzas.
La calma se vio interrumpida cuando un grupo de hombres Secoya fue a visitar a los hermanos chamanes. Venían atraídos por la fama de ambos, con la idea de recibir consejos que les ayudasen a tener éxito en la cacería. Pero al llegar, reconocieron en el diseño de las casas la huella de los huaorani y se pusieron en alerta. Más tarde cuando les invitaron a pasar advirtieron las lanzas que los huaos les habían regalado a los hermanos chamanes y entonces no tuvieron más dudas, sus parientes se habían juntado con aquella raza de peligrosos salvajes con quienes los secoya preferían mantener una distancia prudencial.
Para los Secoya, quienes ya guardaban un temor ancestral hacia los Huaorani, esta amistad parecía un acto de traición. La tensión aumentó, y los visitantes hicieron notar su descontento. Sin embargo, los hermanos chamanes trataron de calmarlos ofreciéndoles chicha o masato. Los visitantes secoya aceptaron. Al momento, aparecieron las hermosas hermanas cargando sendas tinajas repletas de agua de yuca fermentada. Los visitantes quedaron prendados de inmediato de la belleza de ambas mujeres. Entre la bebida y las risas, el jefe del grupo le propuso a una de ellas casamiento. Pero la joven se negó cortésmente. Entonces el jefe de los secoya hizo lo mismo con la otra joven y fue igualmente rechazado. Los hombres insistieron repetidas veces pero éstas rechazaron las insistentes propuestas una y otra vez. Finalmente, los hermanos chamanes se plantaron a favor de la decisión de sus hermanas y les exigieron a los visitantes aceptar su negativa. El jefe secoya, encolerizado, arrojó la vasija de arcilla con fuerza al suelo, rompiéndola, y salió de la maloca seguido de los suyos.
En los días siguientes los hermanos chamanes bebieron yagé y pronosticaron a sus hermanas lo que ellas ya se temían. Los secoya volverían a matarlos y solo una de ellas sobreviviría.
A la madrugada del día siguiente llegaron los invasores portando lanzas, cuchillos y antorchas, dispuestos a quemar sus casas y a matar a toda la gente de aquella aldea pacífica. Los hermanos chamanes, junto con los otros hombres de la aldea, se defendieron como pudieron, causaron algunas bajas entre el grupo invasor secoya, pero finalmente perdieron la vida a manos de los atacantes. Las hermanas corrieron a esconderse y una de ellas logró huir en la espesura de la selva. La otra pereció aquella misma noche a manos del hombre que días atrás le había propuesto matrimonio. Los invasores continuaron buscando a la otra hermana por todos lados. Y la habrían conseguido de no ser por un hecho milagroso que salvó su vida en el último momento. Los espíritus de sus tres hermanos fallecidos se le aparecieron y le entregaron una jarra de agua de achiote traída del cielo. La sobreviviente, siguiendo las instrucciones de sus difuntos hermanos, se bañó con esta agua haciéndose invisible ante los ojos de los asesinos. Con esta protección, la hermana pudo escapar de los Secoya, quienes saquearon lo que pudieron del lugar y volvieron por donde habían venido.
Algunos días después, tras una excelente cacería, un grupo Huaorani fue a visitar la aldea tetete, con la intención de compartir sus presas de caza con los hermanos chamanes que tan generosos habían sido con ellos. Cuando llegaron, encontraron solo casas quemadas, cuerpos chamuscados, cenizas y muerte. Con suerte hallaron a la hermana sobreviviente, quien lloraba desconsolada la pérdida de sus seres queridos. Los huaos la alimentaron y la invitaron a venir con ellos a su aldea. La hermana aceptó y en el camino les contó lo que había pasado. Al enterarse de lo sucedido, la furia de los bravos huaorani no conoció límites. Juraron vengar a sus amigos caídos, marcando el inicio de una enemistad que se convertiría en leyenda.
2.
Mientras tanto, los Secoya, ajenos a la inminente tormenta, continuaban con su vida cotidiana, seguros en sus malocas.
El ataque llegó al amanecer. Los Huaorani cruzaron el río en balsas y se infiltraron en silencio, utilizando su habilidad para imitar los sonidos de los monos machines, engañando a los perros de los Secoya. Se acercaron a una maloca principal, donde las familias estaban reunidas bebiendo chicha.
Las lanzas cayeron como lluvia. Los Huaorani, con sus rostros pintados de rojo con achiote y coronas de plumas, parecían figuras de otro mundo. No atacaron indiscriminadamente; buscaban capturar niños y provocar miedo. Las lanzas de chonta y guadúa se clavaban con tal fuerza que los cuerpos de las víctimas quedaban erigidos como si aún estuvieran vivos, una imagen aterradora que quedaría grabada en la memoria de los Secoya.
Cuando el caos terminó, los sobrevivientes Secoya huyeron hacia una aldea vecina de su mismo pueblo, cargando a sus heridos. Al llegar, relataron lo sucedido a sus parientes evitando contar la verdadera razón que desencadenó la enemistad. En esta aldea secoya vivían tres poderosos chamanes. Durante la noche, prepararon yajé, la bebida que los conectaba con los jaguares terrestres, los celestiales y con aquellos que habitaban el inframundo. En su trance, los tres chamanes, convertidos en tres grandes jaguares, vieron claramente el campamento Huaorani y descubrieron sus intenciones de un segundo ataque.
Sin esperar a más, los 3 jaguares entraron en la aldea Huaorani, en busca de los guerreros invasores, haciendo destrozos, sembrando el terror, el caos y la confusión entre ellos. Los guerreros huaos tomaron sus lanzas con la intención de defenderse del feroz ataque de los jaguares, pero estos estaban protegidos por un diablo llamado sõke yauirí uatí, quien es el especialista en evitar las lanzas del enemigo. Así, los felinos acabaron con las vidas de un puñado de guerreros Huaos, y habrían continuado asesinando impunemente al resto de los pobladores de aquella aldea… De no ser por la intervención del viejo chamán de los Huaos, quien ante los ojos de los intrusos jaguares, aparecía como un gran fuego ardiente del que debían permanecer alejados. El viejo chamán huao, blandiendo su cetro logró expulsar de aquel caserío a los grandes gatos, no sin antes identificar en sus ojos la presencia del embrujo chamánico de los secoya. Desde ese día los Huaorani entendieron que los Secoya estaban protegidos por poderes del más allá, que no podían enfrentar con sus tácticas convencionales. Fue así como comenzaron a pensar en nuevas estratagemas que les permitieran hacer daño a su enemigo nuevamente. Uno de los guerreros más inteligentes, quien se había unido con la hermana sobreviviente de los extintos Tetetes, había aprendido muchas palabras de la lengua secoya y propuso usar este conocimiento en perjuicio de sus enemigos.
Tras ser repelidos por el viejo curaca o chamán de los huaos, los tres jaguares volvieron a la aldea secoya. En el camino de regreso fueron retomando sus formas humanas. Sus mujeres les esperaban con grandes tinajas llenas de agua caliente para lavarlos como es tradición, pues un chamán cuando mata convertido en jaguar no debe entrar a su casa sin antes limpiarse. Llegaron a la aldea desnudos y ensangrentados. Sus esposas los bañaron, limpiaron sus heridas y quitaron los pelos de sus víctimas de sus bocas.
Una semana más tarde, en el campamento Secoya desapareció la hija menor de uno de los curacas, quien tenía apenas 8 años de edad. Luego desapareció otro niño, y después otro. El pánico se apoderó de la aldea. Los huaos se hacían pasar por secoya, pronunciando palabras en la lengua de sus rivales, atraían a los niños que jugaban en los alrededores y los capturaban. De esa manera, lograban infringir daño donde más les dolía evitando una confrontación directa.
Los secoya se organizaron entonces y cavaron zanjas profundas alrededor de sus aldeas, al fondo de las cuales colocaron filosas lanzas. De esta forma, lograron acabar con las vidas de decenas de huaorani, pero los secuestros de niños y las escaramuzas, aunque habían disminuido casi por completo, no habían cesado. Con el fin de disuadir a los atacantes definitivamente de invadir sus territorios, los 3 poderosos chamanes secoya decidieron aplicar una defensa más terrible y mortífera. Esta vez, decidieron utilizar una terrible enfermedad llamada ñamasé rauë, (o “brujería del venado”) la cual es similar a la epilepsia. Para ello, los tres chamanes colocaron la enfermedad alrededor de la aldea, para que los atacantes se contagiaran al acercarse. El embrujo provocaba una muerte súbita en la mayoría. Los atacantes que lograban regresar a sus casas, contagiaban a sus familias, que también morían. Esto asustó tanto a los Huaorani, que dejaron de atacar.
Por su parte, el viejo chamán huaorani conjuró a los uatí, espíritus burlones de apariencia humana, para que le ayudaran en su contra-ofensiva. Sabía que los secoya eventualmente saldrían de su territorio y aprovecharía este desliz para su ataque.
Efectivamente, meses más tarde un grupo de indígenas Secoya descendía por el río Napo, navegando con precaución entre sus corrientes. Frente a una orilla aparentemente tranquila, decidieron desembarcar.
Entre ellos, un hombre se alejó del grupo para pescar. Al regresar, encontró rastros de presencia huaorani. Alarmado, corrió hacia su hermana y suegra para mostrarles lo que había descubierto. Pero ellas, escépticas, se rieron de sus temores, desestimando la amenaza. «Debes estar imaginando cosas», le dijeron. Sintiéndose incomprendido, el hombre decidió marcharse solo en su canoa.
Mientras remaba río abajo, escuchó una voz, clara y tentadora, hablando en perfecto Secoya:
—»Los Auca ya se fueron, ahora estamos libres, puedes volver.»
La familiaridad del idioma solo aumentó su desconfianza. Sabía que los Huaorani eran conocidos por aprender palabras de otros pueblos para atraer a sus víctimas. Resistiendo la tentación, siguió remando, decidido a no caer en la trampa.
Poco después, su canoa quedó varada en medio del río, como si las aguas mismas conspiraran para detenerlo. Desde las sombras, aparecieron los uatí, figuras misteriosas de aspecto humanoide, con gestos y movimientos que delataban su naturaleza sobrenatural. Intentaron empujar la canoa con lo que parecían palos, pero al acercarse, el hombre descubrió horrorizado que en realidad eran serpientes vivas.
Con un valor desesperado, usó su remo como arma, matando a las serpientes una por una. Los uatí, frustrados, murmuraron entre sí y, al amanecer, exclamaron:
—»Ya está anocheciendo, nos vamos.»
Con la salida del sol, los uatí desaparecieron, dejando al hombre exhausto pero vivo.
El hombre llegó a casa de sus parientes tambaleándose, con el cuerpo empapado y el rostro marcado por el cansancio. Apenas pudo pronunciar una palabra:
—huaorani…
Entonces cayó en un profundo sueño que duró todo el día siguiente. Mientras tanto, los demás, alarmados por su estado, organizaron una expedición para buscar a los ausentes: su hermana, el suegro y el cuñado.
Lo que encontraron fue una visión escalofriante. Los tres habían sido asesinados y sus cuerpos colocados en una posición grotesca, con lanzas sosteniendo sus mentones como si estuvieran sentados, inmóviles y vivos. Para aumentar el horror, sus cadáveres habían sido cubiertos con ortigas, intensificando la crueldad de la escena. Los sobrevivientes recogieron los cuerpos, los llevaron de vuelta a la casa y, siguiendo la tradición, los enterraron bajo el suelo de la maloca.
Esta fue la gota que derramó el vaso. Los secoya no podían seguir viviendo en paz con el terror que generaban sus despiadados vecinos. Los tres grandes chamanes se reunieron nuevamente para decidir la manera de terminar la guerra de una vez por todas. Para ello, debían destruir la defensa más efectiva de los huaorani, su viejo chamán. “Es imposible” dijo el más joven, e inexperto, “El poder de los chamanes, así como el de sus jaguares auxiliares, tiene un límite: no podemos vencer y devorar a los chamanes huaorani, debido al rauë que emanan sus cuerpos.” El joven chamán hacía referencia a una sustancia que era como un fuego que protegía a los chamanes de los ataques de otros chamanes convertidos en jaguares. El más anciano y sabio de entre ellos dijo conocer una manera de eludir este fuego, pero ésta era muy peligrosa. Había que llamar a un jaguar macho del inframundo llamado yái uí uatí, que es bicéfalo, tiene unido a su lomo otro jaguar más pequeño.
Sin otras alternativas, los chamanes decidieron correr el riesgo y llamar a esta peligrosa criatura del inframundo para que viniera en su auxilio. Tras la toma de ayahuasca, apareció aquella criatura horrenda. El poderoso trío de chamanes logró convencer a este espíritu de encaminarse hacia la aldea enemiga. Una vez allí el jaguar de dos cabezas fue en busca del curaca huaorani. Todos salían espantados a su encuentro. Ni el más valiente de los huaos se atrevió a enfrentarlo. Una vez llegado frente al viejo chamán de los huaos la bestia rugió de modo tal que ensordeció al curaca y lo dejó inmóvil. Posteriormente, frotó el cuerpo del anciano con hojas para extraer su sustancia mágica, y procedió a devorarlo.
A la mañana siguiente, todo el pueblo huaorani, se marchó lejos de aquellas tierras, en dirección al poniente. Caminaron días y noches con sus corazones oprimidos por la derrota. Finalmente se instalaron entre los ríos Napo y Aguarico, donde habitan hoy en día. Pero tales eventos no mellaron su ferocidad y hasta el día de hoy son reconocidos como un pueblo guerrero, temido por muchos. Muchos de ellos permanecen en aislamiento voluntario, rechazando a los invasores o visitantes que por allí se atrevan a pasar.
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Este relato está basado en un trabajo de investigación titulado “chamanes defensores y antiguas guerras según la perspectiva secoya (Tucano occidental, Alto Amazonas, Perú y Ecuador)” donde la antropólogo argentina María Susana Cipolletti recoge diversos testimonios de descendientes de los secoyas, principalmente el de Fernando Payaguaje, quien emigró de joven de Perú al Ecuador en 1942, tras la guerra peruano-ecuatoriana.
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Los huaorani no fueron los únicos en combatir contra los Secoya. También los Huitoto, de la Amazonía colombiana, tuvieron enfrentamientos con ellos. Pero esa historia la dejaremos para un próximo capítulo de las: Guerras Amazónicas…
Referencias:
Cipolletti, M. S. (2017). Shamanes defensores y antiguas guerras según la perspectiva secoya (Tucano occidental, Alto Amazonas, Perú y Ecuador). Anthropos, 112(2), 429-442.
https://www.nomos-elibrary.de/10.5771/0257-9774-2017-2-429.pdf
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